domingo, 26 de junio de 2016

23:05 Un cuento de terror sobrenatural

Hola a todos!

  Este cuento, que escribí hace algún tiempo, está basado en una antigua leyenda española: "La Santa Compaña".
  Y como los mitos y leyendas me encantan, ya les hablaré de ella en otro post.
Los invito a leerlo y si quieren, opinar.

Gracias!







—No tomes el tren de las 23:05 y si no te queda más remedio, no viajes en el primer vagón... ¡Hoy es la noche!

—¿Por qué? ¿Qué pasa hoy?

Juan rio ante la mirada confundida de Sebastián que se había quedado petrificado mientras se ponía la campera. Un rato antes habían estado conversando y tomando cerveza en el living de la casa y cuando su amigo se levantó para irse, la abuela de Juan había soltado eso, así como así. 

—Todos los años para esta fecha escuchamos la misma advertencia 
—Juan se encogió de hombros, ya es parte de la tradición familiar. Cuando era chica su padre tomó ese tren al regreso de su trabajo y nunca más se supo de él. Según ella siempre viajaba en el primer vagón que lo dejaba directamente en la salida de la estación. De eso ya pasaron muchos años.

—Setenta años se cumplen hoy, —acotó la abuela desde su silla junto a la chimenea—. Y yo no era tan chica, tenía quince años, recuerdo muy bien esos días, el temor... la espera, por eso nunca nos mudamos de esta casa. El nunca regresóPero claro, no es la primera vez que pasa. La gente desaparece desde hace muchos, muchos siglos y cuando alguien se pierde, otro se encuentra. Siempre fue así.

—Esto último es nuevo —acotó Juan acompañando al amigo a la puertaNo se de dónde lo habrá sacado, serán historias que le contaron cuando era chica. Ya sabés cómo son los viejos, se acuerdan de las cosas de su infancia y no de lo que pasó ayer. 

Sebastián aún reía cuando salió de lo de su amigo. La conversación con la abuela de Juan había sido de lo más extraña, aunque interesante, como suele ocurrir con las personas ancianas que se crían en tierras lejanas. Nada tenía explicación racional para ellos, todo respondía a algún extraño fenómeno sobrenatural. El no creía mucho en eso, pero no dejaba de ser divertido escuchar relatos tan fantasiosos. Sin embargo, no pudo ignorar la opresión en el pecho que sintió cuando salió de la casa al fresco de la noche. Aún faltaba bastante para las 23:05, así que no tenía que preocuparse por eso... no era que le preocupara realmente, claro que no, solo que estaba aquello de que las brujas no existen pero que las hay, las hay y esas cosas.

Apretó el paso, las calles de Coghlan estaban oscuras y solitarias. El camino que bordeaba las vías estaba solitario. Las copas de los árboles susurraban a su paso y parecían inclinarse para observarlo. Un par de veces giró la cabeza creyendo que alguien lo llamaba pero no veía a nadie en varios metros a la redonda. "Maldita sugestión", pensó, "y todo por culpa de esa vieja".

Llegó a la estación a las 22:30. El tren debería estar llegando en 5 minutos, según el horario pegado en la cartelera. El andén estaba prácticamente vacío a excepción de un linyera dormitando cuan largo era en el único banco del lugar y un par de personas en la otra punta, listas para subirse al último vagón, ¿debería ir con ellos? Lo pensó mejor y decidió que no tenía más ganas de hacer sociales. El puesto de panchos estaba cerrando, y poco a poco el andén quedó bañado por la fantasmagórica luz de los faroles. Sebastián caminó de un lado a otro, asomándose de vez en cuando a las vías para ver si el tren estaba llegando, como si con eso fuera a aparecer más rápido.

Del tren ni noticias.

Ya eran las 22:45 y Sebastián se estaba quedando dormido. Ninguna voz avisando la demora, ni alguien en la ventanilla para preguntar. Tenia tanto sueño que con gusto habría empujado al ciruja y se hubiera acostado él mismo en el banco pero prefirió sentarse en el piso no tan limpio, con la espalda contra la pared. Perdió la noción del tiempo y abrió los ojos sobresaltado cuando un leve temblor lo sacudió.

—¡No puedo ser tan boludo! ¡Perdí el tren!

Pero no había ningún tren alejándose, raro, aún parecía escuchar su sonido perdiéndose en la distancia. Tampoco veía gente en el andén salvo por el hombre profundamente dormido en el banco. Las dos personas de la punta ya no estaban.

Pateando piedras hacia las vías, intentó tranquilizarse. Si al menos hubiera alguien con quien hablar...

De repente, un silbido. El tren se aproximaba y se detuvo casi en silencio
. Cuando la puerta se abrió, Sebastián entró apresurado al vagón vacío y se sentó contra la ventanilla. 

En el reloj de la estación daban las 23:05.

Iba muy despacio, meciéndose a la suave cadencia del "quetrén quetrén, quetrén quetrén" y el joven no tardó mucho en cabecear. Una voz suave lo llamó por su nombre. Dio un respingo y miró a su alrededor. El vagón seguía vacío.

—Lo único que me falta es que me haya pasado de la parada y termine en el culo del mundo...

Miró por la ventanilla. Las estaciones donde el tren debía detenerse pasaban rápidamente, veía los rostros de la gente, y le pareció extraño, pues no puteaban al tren que no se detenía. Directamente no lo veían.

Y seguía solo.

Una brusca frenada lo hizo caer del asiento. Las luces se apagaron y la temperatura descendió en forma abrupta. Podía ver el vapor de su aliento al espirar. También vio algo más. Formas, siluetas. Sombras. Altas e indefinidas. Ya no estaba solo en el vagón.

Se deslizaban como en cámara lenta a su alrededor, lo rozaban y aún así apenas los sentía. No lograba distinguir si eran humanos y tenían rostro, todos parecían estar envueltos en una capa de niebla que impedía enfocarlos con claridad. Sí podía escucharlos susurrar, como si hablaran de él entre ellos, en secreto.

—Esto es un horrible sueño del que me voy a despertar ya mismo —quiso convencerse, pero estaba consciente de que no soñaba.

Se levantó con lentitud, temiendo llamar la atención y se dirigió hacia la puerta. Afuera la negrura era absoluta. Una obscuridad viva y tangible. La nada.

Intentó abrirla con las manos, sin éxito, probó tirar de la manija de emergencias, romper el vidrio con el martillo. Todo en vano. Entonces su respiración se cortó. Estaban detrás de él, podía sentirlos. Con lentitud parsimoniosa giró para ver con horror como las sombras se acercaban. El miedo no le impidió moverse y se arrojó sobre ellas, atravesándolas. El frío  casi lo paralizó. Era como si sus pulmones y el corazón se hubieran congelado pero se sobrepuso y comenzó a correr desesperado por los vagones, atravesando seres fantasmales en su carrera. No le importaba el frío glacial, tenía que salir de allí.

Se detuvo en el primer vagón, cuando ya no pudo avanzar más.

Entonces le vinieron a su mente las palabras de la abuela de su amigo Juan, lejanas y confusas, ¿le había advertido algo? No lo podía recordar. Comenzó a golpear con fuerza la puerta, gritando y pateándola. Nada, ni un ruido se escuchaba del otro lado. Sabía que las sombras, como la suya propia estaban detrás de él. Temía darles la espalda pero a la vez le daba pavor darse la vuelta. Con el rabillo del ojo percibió manos extendiéndose hacia él, no lo tocaban, simplemente estaban ahí, suspendidas. Giró la cabeza y miró por sobre su hombro. A pocos centimetros había un rostro pálido y consumido, bajo una capucha negra, con ojos lechosos que miraban sin ver. Gritó con toda la fuerza de sus pulmones. Entonces sintió un click. La puerta se había abierto.

Sin dudarlo, entró a la cabina del conductor y trabó la puerta tras de sí.

El hombre no se volteó a mirarlo y Sebastián dudó si hablarle o no. No podía verle el rostro, pero no tenía pinta de espectro o lo que fueran esas atrocidades, llevaba puesto un uniforme algo anticuado. Decidió que eso era lo menos importante en todo ese delirio que le estaba ocurriendo, lo mejor era encontrar una explicación para lo que estaba ocurriendo.


—Señor, por favor me podría usted decir...

El conductor se volvió hacia él, una espantosa sonrisa se dibujaba en su piel de pergamino. Los dientes amarillentos relucieron unos instantes y luego se abrieron en una terrible carcajada de sórdida felicidad.

En su casa, luego de que su nieto se fuera a dormir, la anciana sintió un grito proveniente de la nada y se santiguó.

············

Cerca de la estación de tren Coghlan, un hombre muy delgado, con el rostro demacrado y paso vacilante, se sentó en el banquito de la plazoleta. Ya era hora de descansar. Conducir un tren cargado de almas por setenta años sin una sola pausa para descansar no era pavada.

Ahora su servicio había terminado. Al fin había encontrado un reemplazo, ya podía volver a su casa.

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